Opinión | El Embarcadero

¿Somos racistas?

Construir una sociedad verdaderamente igualitaria y justa se alcanzará con medidas contundentes, como leyes antirracistas en el deporte y en todos los ámbitos

En España la discriminación racial está prohibida por ley. Sin embargo, la realidad cotidiana de las personas racializadas dista mucho de una igualdad real. Pese a la supuesta imagen idílica que la mayoría de la población suele tener de su propio país, España no está exenta del azote del racismo, que se manifiesta no solo en actos individuales de violencia o discriminación sino también en las estructuras sociales, económicas y políticas. De ese modo, las personas racializadas se enfrentan a una tasa de desempleo mayor que las blancas y a menudo se ven relegadas a trabajos más precarios y a peores condiciones laborales, o con salarios más bajos por realizar las mismas tareas. Esa discriminación se prolonga al acceso a la vivienda, la educación o la salud.

El racismo institucional existe y se observa, por ejemplo, cuando las fuerzas del orden llevan a cabo paradas policiales por perfil étnico, esto es, cuando vemos que agentes de la policía comprueban la documentación de hombres pertenecientes a minorías étnicas en las calles de una ciudad, pongamos el barrio de Lavapiés, en Madrid. A todo ello se suma la falta de diversidad cultural y étnica en las instituciones públicas, en puestos directivos o espacios de visibilidad. ¿Cuántas personas afrodescendientes, gitanas o de origen asiático conocemos en parlamentos, en cargos directivos de la administración o empresariales, o protagonizado una película o al frente de un programa de televisión? Ese racismo estructural es la consecuencia de un sistema que privilegia a las personas blancas y discrimina a las demás en base a su origen racial o étnico. Y el Estado tiene la obligación de combatir ese racismo de manera integral, con medidas concretas, muchas de las cuales han de ser de sensibilización y educativas. No obstante, es el racismo cotidiano el que sufrimos más a diario, y que va desde comentarios inapropiados hasta miradas despectivas.

Una de las deportistas españolas más destacadas del momento, Ana Peleteiro, sabe bien de qué va todo esto. Me han sorprendido muy gratamente las declaraciones que ofreció, hace unos días, la campeona de Europa de triple salto en una entrevista para TVE, en la que ha vuelto a denunciar comentarios racistas. Además de ser una atleta excepcional, es una ‘influencer’ con cientos de miles de seguidores en redes sociales que se convierte en un altavoz para denunciar los insultos racistas (recordemos lo que padeció el futbolista brasileño Vinícius tanto dentro como fuera del terreno de juego). La valentía de la gallega va más allá y, a diferencia de otros deportistas que «no quieren meterse en política», como Unai Simón, sigue la estela de Mbappé: reconoce el peligro de la corriente fascista que se está expandiendo por Europa, al calor del auge de los partidos de extrema derecha.

La demostración de Peleteiro debería de extenderse a otros deportistas que son referentes, sobre todo entre la gente joven, para acabar con lacras como el racismo, la xenofobia, el antigitanismo o la homofobia y transfobia (hoy que se conmemora el Día del Orgullo LGTBIQ+). Por supuesto que todos los individuos tenemos una responsabilidad social para denunciar lo que es injusto, pero considero que es más necesaria que nunca que esta se dé entre quienes puedan tener más influencia en millones de personas, como ocurre con deportistas de élite.

Construir una sociedad verdaderamente igualitaria y justa se alcanzará con medidas contundentes, como leyes antirracistas en el deporte y en todos los ámbitos. También con planes de formación para combatir el sesgo racial y no siendo cómplices del silencio, denunciando situaciones de discriminación que presenciemos. No podemos olvidarlo: el respeto a la diversidad cultural siempre resulta positivo puesto que favorece la igualdad de oportunidades y una convivencia más plural y pacífica.