Opinión | El Embarcadero

Fin de curso

Despedimos el curso con el agobio de correcciones, medias, evaluaciones...

Las prolongadas tardes de junio, soleadas y colmadas de una luz cegadora, nos inundan, al mismo tiempo, de una vitalidad desbordante. Esa energía casi infinita del término de la primavera afecta aún más a unos adolescentes que, deseosos de vacaciones, apuran nerviosos los últimos días del curso, con una cascada de exámenes antes de las evaluaciones. Las clases en el instituto están a punto de decir adiós. Las aulas y pasillos, ahora bulliciosos, donde reinan los gritos, las carrerillas y los empujones, acabarán por silenciarse hasta el próximo mes de septiembre.

En breve, los docentes bajaremos el telón de una especie de actuación teatral de larga duración, en la que se habrán dado cita momentos siempre singulares: de explicaciones, comentarios, regañinas, alabanzas, confidencias, risas, chillos…; en suma, emociones vividas con compañeros de clase y profesores. ¿Qué perímetro abarca esa representación? No hace falta que lo resolvamos mediante un problema de geometría. Puede abarcar un vasto contorno pues, bien lo saben quienes más veteranía tienen en este viejo oficio de enseñar, cada grupo-clase resulta único. Nunca hay dos iguales, cada uno se comporta con criterios propios y para que exista armonía y se alcancen los objetivos establecidos encontramos múltiples factores en juego.

El gran reto -motivar a esos chicos y chicas- se erige en la titánica misión de unos docentes que en ocasiones se sienten abrumados por las altas ratios, una burocracia creciente o unas exigencias de madres y padres que promueven a veces entre sus hijos un infantilismo y una sobreprotección desmedida. Los estudiantes han aguantado, por lo general estoicamente, que un grupo de adultos les administre por vía intravenosa conocimientos, unos teóricos y otros prácticos, principios… Esos adultos, pensarán ellos, ¿por qué se creen con derecho a examinarnos, a recriminarnos, a censurarnos…? Algo de razón tienen pues la educación reglada no puede, nunca, reducirse a datos, a una calificación: a un insuficiente, suficiente, bien, notable o sobresaliente.

Llega el trabajo bastante ingrato de evaluar conocimientos, ahora, siguiendo la nueva legislación educativa, competencias y saberes básicos. Nunca es sencillo puntuar, mucho menos ante personas en formación, en maduración, cuya maleabilidad nos brinda la oportunidad de inculcarles lo más importante: valores como el respeto, la empatía, la igualdad, la solidaridad, la libertad, la responsabilidad… Sin embargo, esta no es una tarea fácil, pues el alumnado siempre lo capta a la primera y no acepta ya un discurso moral que, en verdad, solo perciben como palabrería hueca. Alguien me dijo una vez que las palabras convencen pero el ejemplo arrasa y no hay nada mejor para promover esos valores que con la conducta y la acción del profesorado, cuya forma de ser, de actuar y de percibir el mundo puede transmitir a los adolescentes mucho más de lo que creemos.

Despedimos el curso 23-24 con el agobio de correcciones, medias, evaluaciones, informes… aunque nunca tenemos que perder la perspectiva. Para los profesores lo más importante son nuestros alumnos y alumnas, que son la esencia de una profesión que, pese a tantos sinsabores, nos colma de satisfacciones. Nuestro alumnado siempre merece la pena, también cuando nos reímos en el aula con sus ocurrencias y fuera de clase con su espontaneidad. A otros se les toma cariño porque son curiosos, despiertos, simpáticos, tímidos… o porque son unos trastos y nos hacen gracia en el fondo. Y es que ser profesor nos invita siempre a ser utópicos, a creer que, con la tiza y otros instrumentos, podemos dibujar otra realidad, otro mañana en el que esos niños y niñas encuentren el yo que quieran ser. ¡Feliz fin de curso!