Opinión | La frontera

Pequeños y grandes apegos

De repente, el silencio es más profundo, y una ausencia inesperada se siente, pegajosa, molesta, como una ola de calor en verano

Nos adoptó el. Hace un año, con el calor, aparecieron en casa dos gatos. Pequeñísimos. Delgados. Uno pereció en el intento. El otro, se quedó. Nosotros que hemos sido de perros toda la vida, con una madre que parecía Francisco de Asís, recogiendo a los que nadie quería, estábamos en un periodo despreocupado, sin animales que atender, porque el último que vivió aquí, se había marchado al norte, con su dueña. La casa estaba limpia, sin pelusas, ni juguetes o mordedores por el suelo. La casa estaba en silencio. Cómoda, cuidada, a nuestra medida. Y en esto llegó Punchi. Le pusieron ese nombre por la cresta punk que le coronaba, y el tamaño, y el gesto, tierno que obligaba al diminutivo. Yo que estaba fuera, accedí, mas por quien lo pedía, que por el gusto de tener un nuevo habitante en casa. Suspiré adelantando los arañazos, los pelos en la alfombra, la obligaciones…

No me conquistó a primera vista. Acostumbrada a la compañía y presencia constante, a los lengüetazos zalameros de los perros, esa silueta que se ausentaba cuando quería, que se aproximaba no cuando se le llamaba, sino cuando se le antojaba, me dejó, al principio, reticente, y sin deseo alguno de apego. Lo de tener que volver para darle la comida, y organizar quien se quedaba a su cargo, si alguno salíamos de viaje, fue al inicio, para mí, una molestia, y un acto de amor a quien había decidido acogerlo. Discretamente, sin ruido ni algaradas, fue encontrando su sitio. Mi sillón, el sillón junto a la puerta de mi dormitorio cuando estaba sola, la silla libre de la cocina mientras comíamos, y sobre todo, cualquier lugar cerca de mi hijo. Parecía obvio, él fue quien le abrió la puerta, quien le alimento, le lavo y llevó al veterinario, quien le arropo la primera noche para que no temblara. Pero, al verlos juntos, comprendías que se habían elegido, el uno al otro. ¿El gato tenia parecida personalidad o se había amoldado a la suya? El mismo ritmo tranquilo, el dormitar, próximo, durante los tiempos largos de estudio, y un vagabundeo sin alejarse, para cazar lagartijas, pajaros o moscas, mientras “su dueño no dueño”, cavaba, sembraba o podaba en el huerto. Ambos de buen carácter, serios, y a la vez risueños, cariñosos cuando querían, despegados cuando lo necesitaban.

En el invierno, comenzó a acomodarse en el regazo de la familia. Delante de la tele, apenas dejando sitio para el ordenador portátil sobre las rodillas, entre el libro y el costado, mirando su reflejo, sin mucho interés, en el cristal de la chimenea. Levantaba la cabeza al escuchar el coche, y salia a recibir a quien llegaba. Acercaba, frotándose, el hocico a la cara reconocinendonos, como si nos marcara. Entonces ya nos sabíamos aceptados, adoptados. 

Hace una semana que se ha ido de aventura y aun no ha vuelto o no sabe volver. En los cruces, los postes llevan pegada su foto por si alguien lo reconoce, y yo recorro los caminos gritando su nombre. De repente, el silencio es más profundo, y una ausencia inesperada se siente, pegajosa, molesta, como una ola de calor en verano. Deben ser las hormonas, me digo, para justificar esta pena que me coge desprevenida. Los días bonitos de Junio, se suceden, frescos, luminosos, pero hay un suspiro que por pudor, para no entristecer al otro, callamos. Disimuladamente me asomo a la ventana, esperando verlo llegar, meneando la cola, como si nada, mientras recuerdo un verso de Machado, sobre los días felices y la esperanza.