Opinión | Disidencias

Ordenanzas

Esto va de perros y balonazos, entre otras veleidades, que surgen en la siempre difícil convivencia comunitaria

Tranquilos. Esto no va de regulaciones y complicadas aplicaciones de las ordenanzas, municipales, se entiende, sino de perros y balonazos, entre otras veleidades, que surgen en la siempre difícil convivencia comunitaria. O sea, de ordenanzas, sí, que la gente parece olvidar que existen y, más aún, que hay cumplirlas. Vamos con los perros, muy monos, muy cariñosos, el mejor amigo del hombre, en fin, todo lo que ya sabemos, pero, en ocasiones, superiores en educación a sus dueños, que no los enseñan como necesitan (no recordemos los muchos que aún quedan que permiten que sus perritos hagan sus cosas en aceras y jardines, sin recogerlas después; den un paseo por el corredor verde la calle Stadium y sabrán de qué les escribo) ni los pasean como deben. Porque hay una ordenanza municipal de 1998 (Artículo 26.2) que dice que los perros pueden ir sueltos de 19 a 8 horas en temporada de otoño-invierno y de 21 a 8 horas en la de primavera-verano, que no se cumple ni queriendo. 

Y, así, el peatón, especialmente aquellos a los que no les gustan los perros, mayormente porque les tienen miedo (por mucho que sus intransigentes dueños te sermoneen diciendo que no muerden; pero molestan, joder, que no lo entienden) ha de caminar sorteando el peligro y tener que zigzaguear para no ser mordido, ladrado o caerse de bruces. Por no citar, insistamos en los canes o, mejor aún, en sus dueños, la afición a pasear los perros con un collar de campeonato de tal guisa que el perro va por Cheles y su dueño está en la playa de Chipiona y, claro, cuando pretendes pasar, no ves ni a uno ni a otro, solo una cuerda que se mueve como el viento y amenaza tu estabilidad. Riesgo que se multiplica cuando en vez de un perro llevas varios, media docena, por ejemplo y, entonces, sabes, en ese preciso instante, que la muerte acecha, que el fin de los tiempos se acerca. 

Les parecerá broma, pero el otro día vi a un tipo con un perro y la correa recogida en su mano. Correa, digo, aquello parecían las cuerdas que usan los alpinistas en el K2. Y no quiero ni imaginar cuando despliegan el artilugio. Es que pasamos del cero al infinito con asombrosa facilidad. Cambiemos de tercio, pero no de peligros urbanos. Los jodidos niños que se suben a los ornamentales bancos de San Francisco, los que se meten en los jardines recién plantados, los que se cuelgan de las ramas. Son niños, ya, pero tienen padres y madres peores que ellos, porque los animan, los justifican y los alientan. Eso sí, perdonen mi insolencia frente a la arboleda y la vegetación, pero nada comparable con los balonazos de los polluelos. No voy a hablar de otros parques que no frecuento, pero he realizado una encuesta tezánica y en todas partes cuecen habas. 

En San Francisco juegan al fútbol, usan piedras y otros elementos como porterías, pegan balonazos y echan carreras para meter gol sin importar si pasa gente, si son menores o mayores, si van con bastón, muletas, andador, silla de ruedas o, sencillamente, paseando. Hay dos ordenanzas para ellos, del 2021 (Artículos 35 a 37) y 2023 (Artículo 10 y 26), con sus respectivas sanciones. No, señoras, por mucho que me griten y me falten al respeto, los niños no pueden jugar a fútbol en un parque donde hay gente paseando. 

Por mucho que me digan que sus hijos harán lo que les dé la gana a ustedes, sus madres, no pueden dar balonazos ni pisotear el rosal para recoger la puñetera pelota. Otro día hablaremos de bicicletas y patinetes, que tampoco un parque es su circuito de carreras y virguerías e igualmente tienen su miga. Si sobrevivo, claro, a balonazos y a las madres de los niños que los dan.