Opinión | Café filosófico

Juegos

Visto desde dentro es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de sentido. Visto desde fuera no hay más que veintidós homínidos dándole patadas a una bola

Decía Ortega y Gasset que la vida no tiene más sentido que el de un gigantesco espectáculo deportivo. Visto «desde dentro», y sujetos a las reglas que inventamos, las cosas cuadran, existen medios y fines, la gente se entrega, sufre y goza hasta lo indecible. Visto «desde fuera», objetivamente, es algo completamente arbitrario, un simple juego ante el que cualquier asomo de gravedad o compromiso resulta patético. Pasa como con el fútbol. Visto desde dentro es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de sentido, lucha, triunfo y belleza. Visto desde fuera no hay más que veintidós homínidos dándole patadas a una bola de trapo hasta meterla con incomprensible alborozo en una red.

Es así. A vuelo de pájaro nuestros afanes diarios, nuestras vidas enteras, parecen insignificantes: una coreografía fugaz y apresurada, puro teatro del absurdo, una broma que nadie entiende. Tal vez sea por esto por lo que a los seres humanos nos gusta tanto jugar. Johan Huizinga, el filósofo que nos describió como «Homo ludens», decía que uno de los rasgos positivos del juego era la creación de un cosmos, de un orden cerrado en relación con el cual era posible el logro de una cierta ilusión de perfección con la que reforzar el orden incompleto e intrascendente de la existencia. Mientras que en el cosmos delimitado del juego uno puede aspirar a dominar, aprender y triunfar, en el universo real, fundamentalmente inconmensurable con nuestros deseos e ideales, no parece que quepa más que una frustración tras otra. 

Pero el juego, por perfectamente ordenado e ilusionante que sea, no puede distraernos más que un rato del paso mortal del tiempo. Cuando acaba el juego volvemos de nuevo a la insignificancia, a la conciencia de que todo está condenado al olvido, y de que, por ello, no hay afán o pasión que merezca mínimamente la pena. Por ello hay quien se agarra con desesperación al vicio, persiguiendo la sombra de sentido que encuentra en él, o quien cambia radicalmente de juego, sustituyendo el pasatiempo deportivo o el juego de azar por el juego religioso, mucho más intenso y penetrante, y cuyo premio explícito es la victoria definitiva sobre la muerte y la nada. Todo juego tiene algo de rito y de vínculo simbólico con lo trascendente; pero la religión convierte esta dimensión en la parte central del espectáculo, exigiendo, además, una entrega absoluta de los jugadores. La apuesta lo merece, pensaba Pascal.

¿Y qué hay del juego artístico o de la especulación filosófica? Estos juegos son, sin duda, menos potentes que el religioso, pero a cambio dan mayor protagonismo al jugador. Y en lugar de una cierta ilusión (como el juego deportivo), proporcionan una ilusión cierta. A saber: la de saber que si todo fuera realmente un cuanto narrado por un idiota, repleto de ruido y furia, no entenderíamos nada. ¡Pero es un hecho que entendemos! Incluso que entendemos todo lo que no entendemos. Apliquen el viejo método de exhaución y se aproximarán a la cuadratura del círculo. Y si no quieren decir eureka, o evohé… griten al menos ¡gol!