Opinión | Parece una tontería

Lo que se da se quita

Comí por casualidad con Miguel Munárriz. Era martes, y los días anteriores había estado leyendo pasajes al azar de su nuevo libro, Empeñados en ser felices (Aguilar), en el que pone a salvo sus recuerdos con escritores de muy distintas generaciones. Hablamos de su obra y de otras, ya que es prácticamente imposible hablar de un libro a secas, hasta que Miguel me preguntó si conservaba mi ejemplar de Encuentros con el 50. La voz poética de una generación, que él editó a partir de los Encuentros Literarios de 1987 en Oviedo, donde participaron Ángel González, Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Carlos Barral o Gil de Biedma. Me lo había regalado en febrero de 2020, me recordó, el mismo día que yo presentaba Rewind en la librería Tipos Infames. Se temió lo peor, porque al acabar el acto me vio salir con unos cuantos amigos a beber, llenos de determinación, y con aquel libro bajo el brazo. Le quedó clavado –con razón– el miedo a que lo extraviase. Heroicamente, regresaré con él a casa. 

«No solo no lo perdí», le dije para su tranquilidad, «sino que unos meses antes, aunque intuyo que no te acuerdas, me regalaste un primer ejemplar, y que también conservo». Se echó hacia atrás en la silla, favorablemente sorprendido. «¡No me digas! ¿Tú sabes que no yo no conservo ninguno? Lo tienen todos mis amigos menos yo. Hicimos una edición no venal, que regalé tanto que cuando me di cuenta se había agotado y no había guardo un solo un volumen para mí». Me ofrecí a devolverle uno. Casi podía decir el lugar exacto donde guardaba mis dos volúmenes. Tomé un tren, llegué a casa tres horas después y me dirigí directamente al rincón de la biblioteca donde, por supuesto, ahora no estaban. Solo había uno. Busqué por todas partes, también donde era imposible que estuviese el otro, y tampoco lo encontré. 

Entonces recordé qué había pasado con él, pensando que de vez en cuando un libro emprende un viaje no previsto, de final incierto. Empecé a resoplar y a llevarme las manos a la cabeza, pues no hacía ni un mes había preparado una caja con libros repetidos, o que me envían algunas editoriales sin haberlos solicitado, o que intuía que nunca leería, y no pasaba nada por ello, y la había donado a la biblioteca pública. De dónde iba a sacar la naturalidad para decirle a Miguel Munárriz, que se había hecho ilusiones, como el niño que en el fondo es, que ya no tenía dos ejemplares de su libro. No lo veía demasiado claro. Menos aún veía deshacerme altruistamente del mío y entregárselo sin mencionar que ahora me quedaba yo sin él. 

Hice, como muchas veces, lo tercero que se me vino a la cabeza, que fue escribir a la directora de la biblioteca para rogarle que me devolviese generosamente lo que acababa de regalarle. Viva la elegancia, pensaba para mí, mientras grababa un audio en el que le explicaba que en la donación había incluido un libro por error y bla bla bla. Me consolé diciéndome que la amistad se reserva estos pequeños abusos de la confianza, y que para los libros es bueno no llevar una vida demasiado tranquila.